Desde pequeña, siempre indagó el sentido de la vida. Pasaba horas, días y noches encerrada en la biblioteca leyendo cualquier libro que contuviera aunque sea algún detalle sobre cómo lograr esa sensación de felicidad absoluta. Lo que aprendía no era tanto sobre el camino para llegar, sino de lo que pasaba cuando uno ya se topaba con ella: con la sonrisa eterna, la risa ineludible, y el amor en todo orden de la vida. Pero no llegaba a dar con la receta extraordinaria. Los años fueron pasando, y se fue yendo ese amor por la aventura, por el vivir y por el conocer; y solo quedo una joven desencantada, de mirada apagada y distante, con hábitos grises. Hasta el día en que ese chico de cabello negro y margaritas le pidió pasar la vida juntos. Ella lo vió y supo que esos meses enteros dentro de la biblioteca no sirvieron para nada, que la búsqueda la venia haciendo en el sitio equivocado. El sentido de la vida, carcajeó, nadie puede escribirlo, ni reproducirlo, porque nadie puede enseñarlo. Ni siquiera se comprende, porque eso involucraría saber justamente de qué se trata, y claro, todos conocemos lo que provoca en nosotros, pero no imaginamos qué puerta tocar o qué calle elegir. Simplemente uno lo sabe. Y ese día, el simplemente lo supo.

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