Hasta que la muerte nos separe

Llevaba un mes tendido en una cama de hospital, lugar donde día a día parecía ir perdiendo todo aquello que siempre lo había hecho ser él. Su desbordante alegría, que siempre desembocaba en un envidiable conformismo, de aceptar un nuevo día, como un lujoso regalo de simplemente estar aquí, viviendo. Parecía ser que él, se preparaba para algo, algo sobre lo que nadie tenía la oportunidad de decidir.

Ella, a su lado. Como lo había hecho los últimos 55 años de su vida.
Todo un mes, observando y siendo partícipe de que el hombre con quien compartió los momentos más maravillosos de su recorrer, lentamente se apagaba, dejaba de ser él, perdía esa esencia que siempre lo mantuvo de pie y luchando.

Siempre escribimos del amor, de los primeros amores, del conocerse, de las primeras chispas, de la química, y así muchos otros temas que redondean y atañen aquello que hace del comienzo de una relación, algo majestuoso e inolvidable. A la vez, siempre se comenta también, de los términos, de las infidelidades, de los problemas, de la pérdida del deseo por la pareja estable, y así, todo lo que envuelven las relaciones amorosas.

Hoy quiero que pensemos en el amor que muy pocos logran construir, el amor que “sigue las palabras de la iglesia”, el amor que efectivamente cumple lo que alguna vez prometió; “hasta que la muerte nos separe”.

En cortas palabras; el amor de toda una vida. ¿Qué se sentirá, cuando perdemos al amor de la vida? ¿Qué sucede cuando el término de una relación, no pasa por una pelea o un problema, sino por la edad? ¿Qué es, amar descabelladamente por una eternidad y verlo partir? ¿Será una partida compartida, donde todo de mí, se va contigo? ¿Perderé yo también, todo lo que me hace ser yo, al haberte amado y entregado a ti, toda mi vida?


Llegó así un viernes, viernes donde ella seguía ahí, a su lado, de su mano, recordándole con una simple mirada, todo lo que lo amaba y seguiría amando. Él dormía, soñaba.
Soñaba el momento en que la conoció, en una fiesta.
No como nuestras fiestas de hoy, sino una fiesta elegante, donde los besos eran sagrados e implicaban mucho más que la satisfacción de placer. Los besos construían historias, sellaban un amor. Él se acercó y la amó. Desde aquél día la amó. De la misma forma que ella lo amó a él.
Ella también lo miró, y lo miró igual como aquél viernes lo miraba en la cama del hospital.
En esa mirada le prometió, que lo amaría por siempre.


Entraron los médicos, algo sucedía. Claramente sucedía lo inevitable, eso que nadie tiene el poder de controlar: la partida eterna. Murió soñando con ella. Ella escuchó su último suspiro y lo abrazó, le preguntó porqué la dejaba, porqué no la acompañaba un tiempo más, pero lo dejó partir. Lo miró con los mismos ojos que lo miró el día que se enamoró de él, con los mismos ojos que el día que le prometió amor eterno, y se dio cuenta en ese mismo instante, que no dejaría de amarlo por que la muerte los separaba. Seguiría haciéndolo por siempre.

“¿Cómo es perder entonces al amor de tu vida?” Le pregunto hoy a mi abuela. “Como perder una parte de mi” me responde ella. Pero no con pena, tampoco con rabia, por sentir quizá, que la vida lo había despojado de su lado. Sino con una sonrisa. Me tomó la mano, y perdió su mirada en recuerdos.

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