Nadie se “separa”. Las personas se abandonan. Esa es la verdad, la verdad verdadera. El amor podrá ser reciproco, pero el fin del amor no, nunca. Los siameses se separan. Y no, tampoco: porque solos no pueden. Los tiene que separar otro, un tercero: un cirujano, que corta por el medio el órgano o el miembro o la membrana que los une con un bisturí y derrama sangre y la mayoría de las veces, dicho sea de paso, mata, mata a uno, por lo menos, y condena al otro, al sobreviviente, a una especie de duelo eterno, porque la parte del cuerpo por la que estaba unido al otro queda sensibilizada y duele, duele siempre, y se encarga de recordarle siempre que no esta ni va a estar nunca completo, que eso que le sacaron nunca podrá volver a tenerlo.

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