Iban juntos por la calle sin tomarse de la mano. Sus ojos pedían a gritos abrazarse. Sonreían sin acabar inmersos en una noche de verano. Era tan puro lo suyo que nadie podía percibir su presencia. La luna les marcaba el paso, fiel compañero del amor; las luces de los autos junto con el reflejo de las vidrieras parecían complotar con la situación, haciendo de ella algo que jamás se volvería a repetir, haciendo de ella algo único. No había espectadores, eran dos entes invisibles, transparentes como fantasmas para los demás transeúntes. Pero desde el cielo luminoso, las miles de estrellas poseían la magia de poder ver y sentir lo que había entre la mirada de aquellos que se amaban. Desde allá arriba, ellas miraban con celos y con temor; tenían miedo que ellos dos, desde allá abajo, sean más eternos que ellas.

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