Era tan seguro de sí que me intimidaba y me dejaba con miedo a hablar de más.
Ni siquiera era capaz de terminar de recorrer su cuerpo con mi mirada cuando ya tenía sus curiosos y pequeños ojos sobre los míos, intentando saber que era lo que estaba viendo en él. Nada malo, me hubiera gustado decirle, pero no me salían las palabras. Por eso es que quizá me fijaba mejor en sus pestañas negras, cortas y tupidas, como si fuera una planta que crecía y terminaba por mostrarse ante todos en una pequeña aglomeración.
A veces me gustaba cuando nos quedábamos solos y en silencio, él con su copa de vino entre los dedos. Le costaba estar sin esa copa y a mi me costaba estar sin él. De alguna manera, terminaba siempre buscándolo para decirle mis delirios de post-adolescente aunque no llegáramos a ninguna conclusión porque nunca detallo lo suficiente mis historias.
Éramos más parecidos que distintos, más cercanos que lejanos y por supuesto que más almas que humanos.
Si, a pesar de estar siendo un par de jóvenes que buscábamos destruir un mundo banal, llenándolo de nuestras fotos y amor, aún también éramos un par de niños que guardaban su fe y destino en las estrellas, la naturaleza y los astros.
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