Cris
Siempre creí que la música era el arte más directo de todos. El que más rápido corría por dentro de nosotros. La mezcolanza de la palabra y la melodía se convierte en una especie de chispero de recuerdos y preguntas. Nos hace arder. Por eso cuando pasé por delante de esa cafetería olvidé a dónde iba y qué tenía que hacer. Fue culpa de esa mezcolanza. El lugar era minimalista.
El gris, el negro y la rusticidad de la madera predominaban las paredes y los techos. Se respiraba una tranquilidad inamovible.
Tomé asiento en una mesa del primer piso donde no había nadie y me descolgué la mochila de los hombros. Con los codos apoyados sobre la mesa y con el notebook abierto en frente mío me dejé llevar por un aura de remembranzas, de cosas ya vividas.
Se encendía en mí —al igual que los faroles de la calle— una vibración contradictoriamente feliz pero melancólica que no tenía nombre, que no encontraba en mi memoria donde realmente pertenecía pero que aun así, tenía sentido. Desde que me senté en esa mesa escondida despegué la vista de la pantalla tres veces. No hay nadie en el primer piso donde me encuentro, entonces quizás sea por eso.
La primera vez que corrí la mirada fue para no ser una mal educada con el mozo que me preguntaba qué iba a pedir. La segunda para contemplar la lenta caída de la lluvia, la manera en que las gotas bailaban en el aire antes de dormirse sobre el marco del enorme ventanal. Y la tercera para contestar quizzes que tenía abierto en el notebook. Ésta vez lo veo entrar por donde entré yo. Ahora entiendo. Ahora esa vibración tenía nombre. Ahora sé en qué lugar de la memoria pertenecía aquello que me invadió al entrar. Él pisa el mismo suelo que yo con la capucha de su poleron rosado/naranja recubriéndole la cabeza y sin mirarme se sienta en la banca. Me quedo inmóvil mirándolo. No es la forma en que aparecen de repente sus margaritas, ni sus gestos sutiles, ni tampoco su desmedida obsesión que se le nota hasta en los detalles. Es que lo conozco. Es él. Increíblemente era él. Mi cabeza empezó a hablarme. ¿Qué hacía acá? ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Se acordará de mí? Espero que sí.
—Seguramente estará en lo que le gusta. Siempre supe que le iba a ir bien— me repetí a mí misma. Contuve la histeria y mi cabeza hizo silencio. Él ni me percibe. Me acercó un poco innecesariamente para que se dé cuenta. Nada.
—No puedo creer que estás acá — Pensé.
Ni me mira. Como si no me hubiese acercado, como si justo pasó un tren de cargas y no pudo escucharme. Peor, como si yo no estuviese ahí, cerca de la escalera con los ojos brillosos. —Hey, soy yo. Mi voz muestra el agujero que se está abriendo en mi pecho. Él ni se mosquea. Esto no puede estar pasando. Cierro la mochila y me acomodo de manera que puedo verle mejor. En su cara se nota un tono gris, apagado. Aún sin notar mi existencia, como si yo fuese un fantasma, se arregla el cabello. Levanta la vista, mira a su alrededor y de repente se frena. Estoy yo en sus ojos mirándolo como una tonta, lo cual me hace reír y a él también. En su cara podía ver la convivencia de dos emociones. Su boca esbozando una sonrisa y sus ojos reteniendo algo de nervios. Se me vino un recuerdo del colegio —con un gesto melancólico, lo mire y pensé — acá éramos felices. Ser feliz era esto, pero qué le vamos hacer.
— ¿Cómo estás? — Pregunté. Apenas le dije eso, levantó el mentón. La frente en alto. —Ésta vez te escuchó— me dije a mí misma.
Me abalancé a abrazarlo, y de repente, sentí algo en mi corazón, como un apretón. Me desperté con un apretón en el corazón. alcé la vista y lo vi: Él con su bóxer y su polera, con su brazo en mi cintura, en una especie de abrazo. — ¿Qué pasó amor? — le escucho murmurar con los ojos cerrados. —Nada, lindo. Siga durmiendo. Miro el reloj y son las 5:30 de la mañana. Es domingo. Nos vamos a despertar y vamos a desayunar. Cierro los ojos y antes de que me vuelva el sueño, sonrío y me digo:
—Ser feliz es esto—.
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